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En días pasados el Presidente de la República Juan Manuel Santos, ante el incremento de víctimas provenientes de los accidentes de tránsito producidos por conductores ebrios y en el contexto de la crítica situación jurídica que afronta este fenómeno en nuestro país representado en la actualidad por Fabio Andrés Salamanca (quien fue puesto en libertad por la jueza Carmen Gualteros al considerar que no se reunían los presupuestos para imponer la medida de aseguramiento en su contra debido a que no representa un peligro para la sociedad), lanzó una propuesta que, al rompe, pareciera sonar satisfactoria, efectiva y prometedora. Sin embargo, la realidad es otra.
En su propuesta, formula la posible incautación de los vehículos cuyos conductores conduzcan en estado de embriaguez hasta por el término de 10 años y su posible extinción de dominio, señalando que “más de uno lo pensará dos veces si no solamente le quitan la licencia, sino que le quitan el vehículo que está manejando”. No obstante lo anterior, dicha propuesta puede representar más dolores de cabeza y demandas contra el Estado que reales soluciones al problema planteado.
Analizando la propuesta presidencial y las características de la figura, la incautación de un vehículo requiere de las siguientes participaciones para su implementación: la presencia de la fuerza pública encarnada por la Policía Nacional, judicial encabezada por la Fiscalía General de la Nación, administrativa representada por alguna entidad estatal que administre los bienes incautados y pública o privada concebida en personas naturales o jurídicas que actúen como depositarias provisionales (administradoras) de los bienes incautados y puestos a disposición de la entidad estatal encargada de su administración. Sin contar con la jurisdiccional, personificada por jueces de la república que deberán conocer de la acción de extinción de dominio, en caso que se quiera extinguir el derecho de propiedad de tales vehículos.
A pesar de que todo pereciere estar perfectamente sincronizado para lograr los cometidos propuestos, de acuerdo a lo ya descrito, bástese revisar la historia que en torno a la figura en comento se ha generado en nuestro país. El ejemplo más representativo y actual es la política de lucha contra el narcotráfico y consumo de drogas iniciada por el Estado Colombiano en los años 80´s mediante la creación e implementación de la acción de extinción de dominio frente a bienes provenientes de delitos de narcotráfico y conexos, con la cual se pretende atacar tales fenómenos mediante la disminución patrimonial y económica de quienes se dedican a tales actividades; intención que resulta ser la razón de existencia la Dirección Nacional de Estupefacientes en Liquidación. Entidad que, desde su origen hasta la actualidad, ha sido la encargada de la administración, a nivel nacional, de los bienes incautados por la Fiscalía General de la Nación en desarrollo de la acción en mención.
Más allá de los problemas de corrupción que se generaron en torno a la indebida administración de los bienes ejercida por los antiguos Directores de la entidad (quienes en la actualidad son investigados y judicializados por tales motivos) y que generaron su entrada en liquidación, lo cierto es que la correcta y diligente custodia de cualquier clase de bien demanda un sinfín de exigencias respecto de las cuales el Estado Colombiano, según la experiencia vivida por la DNE y demás entidades intervinientes, carece de coordinación para su correcta satisfacción.
En este sentido, sólo se requiere echar un vistazo a los departamentos jurídicos de todas las entidades que intervienen en la incautación de un bien para darse cuenta el volumen de demandas tan desproporcionado que se generan a raíz de un mal procedimiento: Falta de compromiso y corrupción de los depositarios provisionales (administradores), falta de vigilancia frente a los mismos y negligencia por parte de las entidades encargadas de administrar los bienes (no sólo la DNE), entre otros, son las razones más frecuentes de condena.
En otros términos, vehículos entregados a sus dueños en total deterioro por indebida administración (defectuoso funcionamiento de la administración de justicia) y la inhibición en la acción de extinción de dominio después de 5 o 10 años de incautación (error jurisdiccional) son sólo algunas de las razones que alientan las millonarias demandas en contra de todas las entidades que intervienen. Fenómeno este último, que motivó la creación de la Agencia Nacional de Defensa Jurídica del Estado con el fin de intervenir proveer una correcta defensa jurídica en los procesos judiciales en contra de la Nación.
Así las cosas, evidente es que entre más entidades estatales que no cuentan con las herramientas necesarias intervengan en un procedimiento tan complejo como el de la incautación, mayores posibilidades se presentarán de concretarse una falla del servicio que genere multitudes de mecanismos de reparación directa en contra del Estado y por ende congestión judicial.
Todo lo anterior, sin contar con la gran inversión que deberá hacer la Nación representada en: infraestructura, ayuda técnica y tecnológica, personal capacitado de la Fiscalía General de la Nación, mayor número de jueces y un incremento del pie de fuerza para lograr así su efectivo funcionamiento. Al respecto, en un artículo publicado en este mismo Diario llamado “El Derecho Penal no es la salvación” puse sobre la mesa el mismo planteamiento con el que pretendo reforzar el presente argumento: carece de sentido llevar a cabo una iniciativa legislativa y materializar en ley la misma si el Estado no cuenta con el personal (tanto en número, como en aptitudes), con los elementos tecnológicos como medidores de alcoholemia, laboratorios forenses y cámaras y con la infraestructura adecuada para la concreción de tal fin. En tal escrito se mencionó que el delincuente no transita con el código penal debajo del hombro investigando cuál delito es el que representa menos consecuencias jurídicas para así cometerlo, sino que por el contrario actúa de acuerdo a la efectividad de los medios que se tengan a disposición para la investigación e imposición de la pena.
Por lo tanto y expresándolo en términos coloquiales, no vale la pena modificar el Código Penal o cualquier otro código con el fin de endurecer penas o crear delitos sin que se cuente con los recursos técnicos, materiales y humanos para tal objetivo. La única consecuencia de tal descalabro jurídico es algo de lo que ya estamos hartos: impunidad.
En adición, tampoco considero que la figura de la incautación, más allá de sus numerosos inconvenientes, sea la adecuada para atacar de raíz el problema que estamos viviendo.
Entonces, se debe analizar desapasionadamente la problemática bajo el cristal de una política criminal coherente, racional y eficiente para así formular propuestas que no representen tan alta riesgo jurídico frente a la responsabilidad del Estado y que a su vez cercenen de un solo tajo el problema presentado.